Su
día comenzaba temprano; a esas horas en las que el sol aún se tomaba su tiempo
para salir. Siempre la misma rutina; ponerse de pie a oscuras y dirigirse a la
tenue luz que las ascuas del fogón que se negaban a morir.
Un
soplo de su aliento, retiraba la ceniza que guardaba el calor de la madera aún
en brazas. Unos leños más y algo de aire terminaban por avivar el fuego para
después colocar el cántaro con agua para preparar el café.
Luego
salía, primero a la letrina que quedaba a una docena de metros de la casa,
luego al lavadero, donde el agua fría la reanimaba y terminaba por espantar los
restos del sueño que nunca terminaba de completar.
La
aurora comenzaba a pintarse al oriente; algunos gallos ya reclamaban sus
territorios con el canto de la mañana, ella los escuchaba y sabía que su reto
era inútil; pobres animales encerrados en los dominios de sus dueños que
tomaban sus vidas en cuanto lo consideraban necesario. Mira la casa apenas
iluminada con las luces metálicas de la mañana. Imagina a su esposo, un hombre
de campo, pero al igual que los gallos, se encuentra encerrado dentro de los
dominios del odiado patrón, el dueño real de vidas y muertes.
Torna
sus pasos a la pequeña cabaña apenas un precario refugio ante las verdaderas
inclemencias del tiempo. Entra y saca el pequeño pocillo en el que hierven
algunos granos de maíz para hacer la masa.
Entre
las camas, que no son más que tablas soportadas por dos palos apuntalados al
suelo, se revuelve su descendencia, tres pequeños críos que exigen a toda hora
algo de comer, beber y cualquier tontería que les venga a la mente. Y su
marido, el hombre pilar y sustento de la familia, la cual pasa más hambre y
miseria que otra cosa.
Coloca
el caldero con los frijoles para que se calienten, vierte una pequeña tasa del
grano de café molido en una jarra para hacer la infusión y raspa el afilado mazo de
piloncillo que en tres o cuatro días más deberá ser sustituido por otro, a
menos que quieran tomar el café amargo.
Pero
el sol ya clarea, con un refunfuño, el hombre se levanta, luego de dar un
vistazo a su esposa y a lo que se calienta, abandona la cabaña. Ella sabe que
sólo pasarán unos minutos antes de que vuelva hambriento y exigente, por lo que
muele apresuradamente los granos de maíz y prepara la primera tortilla.
El
tiempo es exacto, un tiempo calculado desde que era niña y ayudaba a su madre a
preparar el desayuno para su padre; un hombre tal como su marido lo era. Mira
hacia las camas, hace una pequeña mueca al pensar que no hay una niña que siga
sus pasos y se debate entre la resignación y la alegría de saber que no habrá
alguien que termine como ella.
El
hombre regresa, sin más, se acomoda en la silla de palos hecha por él mismo, al
igual que la mesa y el fogón; de hecho, todo, la casa y cuanto en ella hay ha
sido hecho por él, al igual que la letrina y el lavadero, razón por la cual
ella debe estar agradecida, ya que no tiene que ir a lavar al río como sus
vecinas; pero tal vez eso sería mejor que estar todo el día encerrada dentro de
los límites de su patio, era ella al final de todo, una gallina encerrada en su
gallinero.
Coloca
el plato de humeantes frijoles ante él y una tortilla de maíz que aún no pierde
del todo lo inflado por la cocción, una taza con huellas de haber sido lavada
muchas veces contiene la aromática bebida. El hombre sopla y resopla para que
alcance la temperatura debida para ser consumida, ella se sienta su lado, con
un vaso de café, ya desayunará luego de que lo hagan los niños, si es que queda
algo.
-¡No
hay arroz! –señala con tiento y alerta a lo que el hombre pueda decir.
-Traeré
un cuarto en la tarde.
-Luis
ya no tiene cuaderno para escribir.
El
hombre se detiene, piensa unos momentos y dice: Que borre lo que ha escrito al
principio y que vuelva a usar el cuaderno.
Ella
asiente. Da un trago a su vaso y se levanta a tender la cama, hace a un lado
las cobijas y mueve despacio los cuerpos de los niños que se amontonan tratando
de alcanzar un pedazo de la almohada que apenas alcanza para uno.
-¡Es
hora de levantarse! ¡Hay que ir a la escuela!
El
hombre coloca la tasa con un poco más de fuerza que lo habitual y levanta la
voz: ¡Mañana se comienza a cosechar la finca de Don Erasmo! ¡Pepe vendrá
conmigo!
-Pero…
¿Y la escuela?
-Van
a pagar diez pesos por lata de cosecha, es mejor comer que ir a la escuela.
-¡Si
quieres yo puedo acompañarte! –señala la mujer deseosa de salir.
-¡Y
que digan que no puedo mantener a mi vieja! –señala el hombre molesto- ¡No! Lo
harán los niños, ya tienen edad para que empiecen a dedicarse a lo de su padre.
Sin
más, el hombre se levanta y comienza a tomar sus herramientas, un machete, una
azada y un gancho de faena, ella presurosa, envuelve cuatro tortillas y las
unta con manteca y sal; llena un viejo bote de vidrio de café y otro con
algunas cucharadas de frijoles y coloca todo en un morral.
El
hombre sale, en el camino ya muchos otros hombres como él caminan hacia el
trabajo, pesado y mal pagado, ella lo mira irse, mientras uno de sus hijos
reclama.
-¡Má!
El Toño se mió otra vez.
Ella
se torna molesta, pero condescendiente al mismo tiempo, termina de levantar a
los niños y lleva al menor a lavarse de pie junto a la pileta, un rato después,
todos van camino a la escuela; y ella se queda, toma la escoba y comienza a
barrer sobre el piso de tierra, sale y atiende su precaria huerta, la cual
produciría más si su marido le proporcionara el abono que requería. Toma una
calabaza y la prepara para comer. Sabe que sus hijos remilgarán, pero espera
que su marida traiga algo mejor para la cena.
La
tarde llega, los niños han terminado su tarea y juegan con otros en el camino;
no pasan autos por ahí, por lo que el lugar es seguro, mira la luz que entra
por la ventana, ya casi es la hora en la que él llega y sale a asomarse por la
puerta, a lo lejos se ven los hombres que regresan de su faena, como siempre
vendrá hambriento, por lo que recalienta lo que queda del guiso y prepara el
comal para echar una tortilla más. Su esposo llega, trae consigo un envoltorio
de hojas de plátano.
-Lo
encontramos entre unos palos –señala mientras desenvuelve el hato.
Dentro,
hay la mitad de un conejo, la cabeza y los brazos, así como las costillas y lo
que parece un hígado en el hueco del torso.
-Voy
a terminar de limpiarlo.
Ella
trata de pedir que se lo deje a ella, pues sabe que aunque la carne quedará
limpia, el lugar donde se realice el desuello quedará completamente hecho un
asco. Pero se detiene, a fin de cuentas, todo es de él, incluso ella. Saca de
debajo del brasero una cazuela y vierte un poco de manteca, seguramente querrá
comer un poco de la carne, y el resto se pondrá a secar sobre el fogón. Más
tarde, el olor a carne asada invade el ambiente, los chicos rodean la mesa,
pero saben que la presa más grande será del padre, mientras quizás una pequeña
porción les toque a ellos.
Ella
los observa comer; en realidad no le importa, hay suficiente calabaza guisada
para cenar como Dios manda.
La
noche ha caído, el hombre rendido descansa en su hamaca, mientras ella talla
con ceniza el lavadero para retirar los restos de la sanguaza y pellejo dejado
por su marido, luego, los trastes y luego a preparar la cama.
Los
niños ya duermen y él, se descalza y se acomoda, ella tiene que cerrar las
puertas y dejar todo listo para mañana, separar los leños gruesos del fogón
para que enciendan más pronto al días siguiente. Oye los ronquidos de sus
esposo, su faena debió ser pesada y ella lo agradece, al menos no tendrá que
terminar atendiendo sus necesidades de hombre. Que tal vez le requiera mañana.
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