jueves, 2 de julio de 2015

Ella

Su día comenzaba temprano; a esas horas en las que el sol aún se tomaba su tiempo para salir. Siempre la misma rutina; ponerse de pie a oscuras y dirigirse a la tenue luz que las ascuas del fogón que se negaban a morir.
Un soplo de su aliento, retiraba la ceniza que guardaba el calor de la madera aún en brazas. Unos leños más y algo de aire terminaban por avivar el fuego para después colocar el cántaro con agua para preparar el café.
Luego salía, primero a la letrina que quedaba a una docena de metros de la casa, luego al lavadero, donde el agua fría la reanimaba y terminaba por espantar los restos del sueño que nunca terminaba de completar.
La aurora comenzaba a pintarse al oriente; algunos gallos ya reclamaban sus territorios con el canto de la mañana, ella los escuchaba y sabía que su reto era inútil; pobres animales encerrados en los dominios de sus dueños que tomaban sus vidas en cuanto lo consideraban necesario. Mira la casa apenas iluminada con las luces metálicas de la mañana. Imagina a su esposo, un hombre de campo, pero al igual que los gallos, se encuentra encerrado dentro de los dominios del odiado patrón, el dueño real de vidas y muertes.
Torna sus pasos a la pequeña cabaña apenas un precario refugio ante las verdaderas inclemencias del tiempo. Entra y saca el pequeño pocillo en el que hierven algunos granos de maíz para hacer la masa.
Entre las camas, que no son más que tablas soportadas por dos palos apuntalados al suelo, se revuelve su descendencia, tres pequeños críos que exigen a toda hora algo de comer, beber y cualquier tontería que les venga a la mente. Y su marido, el hombre pilar y sustento de la familia, la cual pasa más hambre y miseria que otra cosa.



Coloca el caldero con los frijoles para que se calienten, vierte una pequeña tasa del grano de café molido en una jarra para hacer la infusión y raspa el afilado mazo de piloncillo que en tres o cuatro días más deberá ser sustituido por otro, a menos que quieran tomar el café amargo.
Pero el sol ya clarea, con un refunfuño, el hombre se levanta, luego de dar un vistazo a su esposa y a lo que se calienta, abandona la cabaña. Ella sabe que sólo pasarán unos minutos antes de que vuelva hambriento y exigente, por lo que muele apresuradamente los granos de maíz y prepara la primera tortilla.
El tiempo es exacto, un tiempo calculado desde que era niña y ayudaba a su madre a preparar el desayuno para su padre; un hombre tal como su marido lo era. Mira hacia las camas, hace una pequeña mueca al pensar que no hay una niña que siga sus pasos y se debate entre la resignación y la alegría de saber que no habrá alguien que termine como ella.
El hombre regresa, sin más, se acomoda en la silla de palos hecha por él mismo, al igual que la mesa y el fogón; de hecho, todo, la casa y cuanto en ella hay ha sido hecho por él, al igual que la letrina y el lavadero, razón por la cual ella debe estar agradecida, ya que no tiene que ir a lavar al río como sus vecinas; pero tal vez eso sería mejor que estar todo el día encerrada dentro de los límites de su patio, era ella al final de todo, una gallina encerrada en su gallinero.
Coloca el plato de humeantes frijoles ante él y una tortilla de maíz que aún no pierde del todo lo inflado por la cocción, una taza con huellas de haber sido lavada muchas veces contiene la aromática bebida. El hombre sopla y resopla para que alcance la temperatura debida para ser consumida, ella se sienta su lado, con un vaso de café, ya desayunará luego de que lo hagan los niños, si es que queda algo.


-¡No hay arroz! –señala con tiento y alerta a lo que el hombre pueda decir.
-Traeré un cuarto en la tarde.
-Luis ya no tiene cuaderno para escribir.
El hombre se detiene, piensa unos momentos y dice: Que borre lo que ha escrito al principio y que vuelva a usar el cuaderno.
Ella asiente. Da un trago a su vaso y se levanta a tender la cama, hace a un lado las cobijas y mueve despacio los cuerpos de los niños que se amontonan tratando de alcanzar un pedazo de la almohada que apenas alcanza para uno.
-¡Es hora de levantarse! ¡Hay que ir a la escuela!
El hombre coloca la tasa con un poco más de fuerza que lo habitual y levanta la voz: ¡Mañana se comienza a cosechar la finca de Don Erasmo! ¡Pepe vendrá conmigo!
-Pero… ¿Y la escuela?
-Van a pagar diez pesos por lata de cosecha, es mejor comer que ir a la escuela.
-¡Si quieres yo puedo acompañarte! –señala la mujer deseosa de salir.
-¡Y que digan que no puedo mantener a mi vieja! –señala el hombre molesto- ¡No! Lo harán los niños, ya tienen edad para que empiecen a dedicarse a lo de su padre.
Sin más, el hombre se levanta y comienza a tomar sus herramientas, un machete, una azada y un gancho de faena, ella presurosa, envuelve cuatro tortillas y las unta con manteca y sal; llena un viejo bote de vidrio de café y otro con algunas cucharadas de frijoles y coloca todo en un morral.
El hombre sale, en el camino ya muchos otros hombres como él caminan hacia el trabajo, pesado y mal pagado, ella lo mira irse, mientras uno de sus hijos reclama.
-¡Má! El Toño se mió otra vez.
Ella se torna molesta, pero condescendiente al mismo tiempo, termina de levantar a los niños y lleva al menor a lavarse de pie junto a la pileta, un rato después, todos van camino a la escuela; y ella se queda, toma la escoba y comienza a barrer sobre el piso de tierra, sale y atiende su precaria huerta, la cual produciría más si su marido le proporcionara el abono que requería. Toma una calabaza y la prepara para comer. Sabe que sus hijos remilgarán, pero espera que su marida traiga algo mejor para la cena.


La tarde llega, los niños han terminado su tarea y juegan con otros en el camino; no pasan autos por ahí, por lo que el lugar es seguro, mira la luz que entra por la ventana, ya casi es la hora en la que él llega y sale a asomarse por la puerta, a lo lejos se ven los hombres que regresan de su faena, como siempre vendrá hambriento, por lo que recalienta lo que queda del guiso y prepara el comal para echar una tortilla más. Su esposo llega, trae consigo un envoltorio de hojas de plátano.
-Lo encontramos entre unos palos –señala mientras desenvuelve el hato.
Dentro, hay la mitad de un conejo, la cabeza y los brazos, así como las costillas y lo que parece un hígado en el hueco del torso.
-Voy a terminar de limpiarlo.
Ella trata de pedir que se lo deje a ella, pues sabe que aunque la carne quedará limpia, el lugar donde se realice el desuello quedará completamente hecho un asco. Pero se detiene, a fin de cuentas, todo es de él, incluso ella. Saca de debajo del brasero una cazuela y vierte un poco de manteca, seguramente querrá comer un poco de la carne, y el resto se pondrá a secar sobre el fogón. Más tarde, el olor a carne asada invade el ambiente, los chicos rodean la mesa, pero saben que la presa más grande será del padre, mientras quizás una pequeña porción les toque a ellos.
Ella los observa comer; en realidad no le importa, hay suficiente calabaza guisada para cenar como Dios manda.
La noche ha caído, el hombre rendido descansa en su hamaca, mientras ella talla con ceniza el lavadero para retirar los restos de la sanguaza y pellejo dejado por su marido, luego, los trastes y luego a preparar la cama.
Los niños ya duermen y él, se descalza y se acomoda, ella tiene que cerrar las puertas y dejar todo listo para mañana, separar los leños gruesos del fogón para que enciendan más pronto al días siguiente. Oye los ronquidos de sus esposo, su faena debió ser pesada y ella lo agradece, al menos no tendrá que terminar atendiendo sus necesidades de hombre. Que tal vez le requiera mañana.

No hay comentarios: