jueves, 12 de abril de 2012

ABANDONO

El frio comienza a ceder, un vientecillo húmedo se cuela por la orilla de la manta que cubre al pequeño en el quicio de la puerta.
En frente, la niebla que flota, parece tratar de robarle caricias al rio que apaciblemente se acerca al mar.
Aún es muy de mañana, algunas personas transitan ya por las calles, todos caminan a sus quehaceres, miran al pequeño que a ratos tirita para ganar calor, ya está acostumbrado al frío y su cabello se mueve acariciado por el aire fresco de la mañana.
Los tordos, negros y de amarillos ojos cantan al sentir cerca la aurora. El abandonado edificio, otrora motivo de esperanza para el diseñador, alberga polvo y basura, la entrada abocinada y el alero empechinado, protegen al durmiente callejero.
Una escoba se escucha fregando la banqueta a algunos metros del lugar. El paso un auto de ruidoso escape, calla de pronto a las aves, que continúan segundos después su monserga matutina. El barrendero avanza, se detiene y mira al niño, levanta la escoba en amenaza de asestar un golpe, pero se detiene, baja la escoba y lo observa por unos segundos, rodea los pies que sobresalen debajo de la sucia cobija y continua, más adelante se detiene nuevamente; de una bolsa de plástico extrae una torta de humilde contenido, se acerca al bulto y lo toca en la cabeza visible.
- Títere. Títere.
El pequeño se revuelve perezosamente y asoma su rostro entre sucio y manchado, su aspecto es regordete no por estar saludable, sus mejillas están hinchadas por efecto de alguna enfermedad mal cuidada.
- Ahí te dejo una torta. Cómela, por que si la tiras. Yo la voy a ver mañana que pase barriendo.
El niño sonríe, la toma y se recubre con la cobija.
- Y ya párate que no tarda en pasar la Doña.
El niño vuelve a asomarse y asiente mientras se estira y se acomoda nuevamente. El barrendero se retira, sigue barriendo, seleccionando lo que otros desprecian.
El sol comienza a salir, la neblina se ha retirado ya, el sol comienza a calentar la pequeña ciudad.
Un sonido de campanas resuena por todos lados, la iglesia invita a propios y extraños a limpiar sus almas, aunque lo hagan por apariencia.
El niño mira la iglesia a lo lejos, ya se ha levantado y come la torta que le han regalado, sentado en una jardinera utiliza su vieja cobija como asiento, una anciana pasa junto a él y lo toma del brazo.
- Vamos niño, si nos sentamos junto a la escalera de la entrada, seguro nos dan unas monedas. Vamos, y te doy una parte, nomas pon cara de que te duele algo.
El niño la mira por unos instantes y niega la oferta con la cabeza; la anciana lo mira y se aleja refunfuñando.
- Chamaco menso. No quiere trabajar, lejos de esa esquina.
El niño ve a la anciana alejarse y pasa el último bocado con algo de dificultad. Toma su cobija y camina hacia la siguiente calle, pero al llegar a la guarnición se detiene, mira la calle y la recorre hasta la siguiente banqueta, voltea hacia atrás y observa que se encuentra alejado del lugar donde pasó la noche y regresa ahí corriendo.
En el espacio ya se ha acomodado una mujer con un puesto de tamales, en su mano derecha tiene un palo en cuya punta ha colocado una bolsa plástica hecha tiras para espantar a las moscas.
La mujer levanta la vista y mira al niño, haciendo una mueca de disgusto, sacude el palo para ahuyentarlo.
- Vete de aquí mugroso. Apestas. Espantas a la clientela.
El niño la mira como si no entendiera lo que le dicen, mira hacia el frente en donde se encuentra un balcón que da al rio y se dirige hacia allá.
Las autoridades han colocado una serie de coquetas sombrillas en medio de unas mesitas de concreto y bancos del mismo material, el niño trepa y se sienta en una de ellas, mira a todos lados y se recarga en el poste de la sombrilla.
Un par de vagos acusados por la resaca se acercan a la mesa.
- ¡Ese mi Títere!, que haciendo en las palapas.
Ambos ríen, su deteriorada dentadura, acusa los estragos del escorbuto. El niño los mira serio y dice:
- Papá.
Ambos hombres se ríen a carcajadas y toman asiento en los bancos, quedando a la altura del niño.
Uno de ellos lo toma del hombro y lo sacude levemente mientras lo mira a la cara.
- Tu padre no va a venir.
- Déjalo compadre, el chamaco tiene derecho a creer que lo quiere alguien.
El otro hombre se carcajea ruidosamente.
- No compadre, este chamaco lleva dos años esperándolo, ni siquiera se aleja de esa esquina. Si alguien lo quiere en este mundo somos tú y yo.
El hombre saca de una bolsa un botella con restos de refresco de naranja, el niño la toma y comienza a beber; ambos hombres lo miran sonrientes y con la boca abierta, como si estuvieran ante una maravilla. El otro comenta:
- Sabes compadre, creo que este chamaco no habla español.
- Y ¿Apenas te das cuenta? A este niño seguro lo trajo su papá de los pueblos rio arriba, lo a de haber dejado por que le costaba trabajo moverse con él.
- Y si lo mataron por ahí.
- Es posible. Pero estoy seguro de que le dijo: “Espérame aquí, no te vayas a mover”. Y el chamaco es obediente y por eso no se mueve de aquí.
- Pobrecito Títere, vamos a buscar una pachita y al rato le damos otra vuelta.
- Esa voz me agrada compadre.
Ambos hombres se levantan y se retiran del lugar entre gritos y carcajadas, uno de ellos gira y le grita:
- Ahí nos esperas.
Ambos se carcajean y se retiran dando traspiés y abrazándose por el camino.



El niño los ve alejarse y luego clava la vista en la esquina junto al puesto de La Doña. Desde donde se encuentra se alcanza a ver parte de la iglesia, observa que mucha gente sale de ahí. Pero él ignora porqué, ni siquiera sabe que es domingo, ni lo que es escuela, sabe que algunos días pasan niños y jóvenes con bultos en sus espaldas y varios, vestidos de igual manera, pero no sabe la causa ni el propósito; ve que parte de esa gente se dirige hacia el embarcadero bajo al balcón donde él se encuentra, estos se acercan, mira a una pareja acompañada por un niño parecido a él, de pronto el niño ¡Es el!, se ve limpio, contento, tomado de la mano de esa mujer y de ese hombre, su estómago se contrae y sus manos se cierran, se mira con los ojos brillosos, cabello peinado y zapatos nuevos. No entienden lo que dicen pero él se escucha pidiendo comida y a ellos diciendo que sí. La pareja desaparece bajo el entrepiso.
El niño mira hacia ese lugar un instante más y luego retorna la mirada hacia la esquina. Un hombre está parado ahí, viste como los de su pueblo, y el sombrero le cubre la cara. El niño se endereza de inmediato, salta al banco y luego a la acera para alcanzar la calle, la gente le habla, pero él no les entiende, su mirada en el hombre de la esquina lo abstrae de todo, alguien trata de asirlo de un brazo, pero él no se deja sujetar, los neumáticos chirrían a su alrededor y cruza el camellón, ya logra distinguir su cara su voz se deja escuchar.
- Papá.
Todos miran a donde el pequeño, su cuerpo vuela descompuesto, y cae al suelo, el sol sobre su cara, su rostro sonriente y su voz apagada.
- Papá, viniste.
Sus ojos se cierran, de un pequeño vehículo desciende un joven con el rostro asustado, la gente corre hacia el niño gritando y pidiendo por él, La Doña se sienta invadida por el llanto.
- ¡Era un angelito!
El hombre en la esquina, mira la escena, se cubre la boca con una mano y se retira, mas allá se encuentra con una mujer vestida de indígena.
- Raúl, ¿Qué te pasa?
- Acaban de atropellar a un niño en el boulevard.
- Que barbaridad, vámonos al salón, ¿Podrás bailar?
- Si. En un rato se me pasará la impresión.
Ambos se alejan, el Títere yace en el asfalto, muerto con una sonrisa en su rostro.
J. M. Cabrera





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