viernes, 30 de marzo de 2012

LOS DÍAS EN EL RANCHO DE MI ABUELO

Recuerdo los días en el Rancho de mi Abuelo.

Era una parcela ejidal de 21 hectáreas, lejos de todos lados, a donde no llegaba la electricidad y mucho menos los servicios de agua potable y alcantarillado.

El día iniciaba al canto del Gallo Giro, orgullo de mi Abuelo.

Mi abuela se levantaba del lecho de madera similar al de todos los demás, ligeramente acolchado por una o dos cobijas gruesas, las cuales pasaban a cubrirnos en los días fríos y húmedos del invierno.

El Jarro de café sobre el fogón y el sonido de la bolsa plástica de las galletas de animalitos terminaba por convencer a los demás de que era hora de levantarse, salir del pabellón que te protegía de los infames mosquitos y seguramente del dengue o del paludismo, te exponía inmediatamente al fresco de la mañana, calarse las botas, sacudiéndolas primero para evitar un piquete o mordisco de algún animal que pasara ahí la noche, rascarse la cabeza y sorber los mocos, mirar a ambos lados antes de sentir la patada de uno de mis primos con los que compartía el lecho, tomar el candil y aventurarse a la oscuridad a entregar a la naturaleza lo que bebimos la noche anterior, el vaporcillo proveniente de la calidez de nuestros cuerpos, se sumaba a la neblina que comenzaba a formarse a nuestro alrededor, pero siempre podíamos contar con retornar a la choza de varas y palma.

En la mesa ya servido en humeantes tazas de peltre azul con pintas blancas y despostilladuras oscuras en su base, el café negro y galletas con formas de animales que permitían a los más chicos jugar al depredador y la presa, aún cuando todos querían ser el león.

Mi abuelo en la cabecera, mi tío mayor en la otra, repartían los quehaceres, todos teníamos obligaciones diarias, después de ellas venían los extras.

- Julio y Javier, se llevan a Jaime y a Juan Manuel a limpiar la milpa, Miguel y René saquen unos camotes para la comida y cuidado con las víboras, Isabel y Judith, Junten una reja de huevos y la amarran.

Dicho esto nos levantábamos y se procedía a iniciar el día, no era necesario que nos dijeran que había que hacer, simplemente lo hacíamos, unos tomar los botes lecheros y enjuagarlos, otros a desgranar maíz, otros a cocinar, otros a moler, otros a limpiar y a tender. Los mayores partíamos con los adultos para juntar las vacas y proceder a la ordeña, en el camino neblinoso se platicaba de los sueños o pesadillas durante la noche, con alguna risa, reproche o recomendación acerca de lo que hubiera sido mejor hacer. Todo se basaba en la vida e incluso dentro de un sueño era necesario apegarse a las reglas marcadas por mi Abuelo.

Una vez terminadas las faenas matutinas, se retornaba a la casita de humilde aspecto en la que mi abuela y el resto de las mujeres ya habían preparado el desayuno, huevos, frijoles, tortillas de masa blanca, tamales de dulce, atoles o café, eran algunos de los platillos para el almuerzo. Mi abuelo en la cabecera y el mayor de mis tíos en la otra, comíamos con el hambre que da el trabajo de madrugada, al término de los alimentos, mi abuelo preguntaba:

- Dora…, ¿Qué vas a hacer de comer?

A lo que mi abuela respondía el menú elegido desde temprana hora.

- Voy a hacer arroz con pollo en chile color.

Mi abuelo meditaba unos momentos y decía:

- Está bien – ó –¡No hagas arroz! – ó – De regreso traigo unos chicharrones para que los hagas en salsa.

Y luego del comentario se procedía a continuar con el día.

El resto de la mañana transcurría de faena en faena, el acarreo de la leche, la hechura del queso, alimentar a las gallinas, el chapeado de la milpa, la pisca de arroz, la recolección de limones, naranjas, café, el corte de plátanos, la cosecha de papas, camotes, yucas, todo tenía su momento y su hora, según lo marcaba el Abuelo.

Cerca del medio día cada quien se dirigía a cumplir los cometidos que se le habían encomendado específicamente para ese día, ir a la milpa era una tarea más bien aeróbica, el zacate no era tan espeso, ya que se limpiaba lo menos una vez al mes, por lo que limpiar entre cuatro una hectárea de maíz, era cosa de tres o cuatro horas, además en las orillas de la siembra, había cañas, zapotes, árboles de paque y muchas otras frutas que comíamos si nos daba hambre o sed.

Una vez terminada la tarea nos encaminábamos a la casa, lo cual era lo mejor, ya que en el peor de los casos, mi Abuelo regresaba antes de que termináramos y eso nos metía en aprietos, ya que él marcaba el tiempo en el que se debían hacer las cosas, todo basado en la experiencia que la vida le había dado:

- ¡Si yo a tu edad pude hacerlo en una hora!..., ¿Por qué tú lo harías en más tiempo?

Era su reproche habitual.

La comida era la mejor parte del día, ya que el abuelo traía los chismes del pueblo a una hora de camino a caballo, habían vendido la leche, el queso, los huevos o cualquiera de los productos que el campo daba.

- Don Melquiades se emborrachó y le pegó a su mujer.

Y todos masticando su comida sin interrumpir ni opinar, la plática estaba dirigida a mi abuela y a mis tías.

- A Doña Martha le parieron dos borregas anoche.

- ¡Que bueno!, decían las mujeres!

Mientras que nosotros imaginábamos los detalles del parto.

- Se va a casar la hija de Leonor el sábado, hay que prepararse con tiempo.

Los rostros de mis primos se iluminaron, ir al pueblo era una aventura que comenzaba con los preparativos.

- Traje algunas cosas para todos y unas chanclas nuevas para ti vieja, ahí se los repartes al rato.

- Si Silvestre.

Todos volteaban a ver la bolsa que estaba en la silla, pero nadie se levantaba. Una vez terminada la cena, todos sentaditos esperábamos la señal de poder levantarnos, mi Abuelo se relamía y se limpiaba con un palillo, nos veía a todos y finalmente como si nada decía la frece que todos coreábamos y nos permitía levantarnos como con un resorte:

- ¡Gracias a Dios!

Prestos le hachábamos una ojeada a la enigmática bolsa y comenzábamos a buscar nuestras mejores prendas. Veíamos la forma de ocultar el hoyo de un zapato y la mancha en el otro, sacábamos nuestras camisas de todas las fiestas, nuestro pantalón y comenzábamos a regatear con primas y hermanas, alguna necesaria costura o el planchado o el lavado a cambio de algún collar o pulsera hecho con artesanas e infantiles manos.

La tarde era para dedicarse a nuestros quehaceres, a jugar o a practicar esgrima con machete o boxeo a manos del más experimentado boxeador de la zona, “El Tigre Nolasco”, el mayor de mis tíos, ganador de tres peleas de un record de 26, pero a quien nadie de por ahí era capaz de vencer. Todos girábamos alrededor de la casa, atendiendo a nuestros perros, o a nuestros loros, atendiendo nuestras pequeñas áreas sembradas para asegurarnos un dinerillo propio y poder comprar algún perfumillo barato, una pelota o un cochecillo de plástico inyectado, y a cada vuelta veíamos la bolsa en la silla en la misma postura que mi Abuelo la había colocado, él tallaba una silla de montar nueva y mi abuela bordaba una servilleta que serviría para acomodar una o dos gallinas que se presentarían dentro de una tina del más brillante plástico como regalo para la novia y el novio.

En un momento dado se levantaba y se colocaba detrás del fogón para preparar la merienda, café con leche y algún dulce de calabaza, plátanos fritos o tortitas de harina con miel de piloncillo, el alimento era consumido con evidente gusto y el dulce se relamía y se retiraba del plato lo mejor que se podía, sin caer en la indecencia, al término, se escuchaba la orden, esta vez proveniente de mi Abuela:

- Lávense las manos y la cara y vamos a ver que trajo su abuelo.

Como caballos desbocados nos poníamos en pié y corríamos a la tina con agua para proceder al lavatorio, el primero en llegar era el primero en regresar, aunque no siempre el más limpio, la toalla era usada por dos o tres a la vez y el último tenía que colgarla en su lugar, obviamente marcada por innumerables manchas de caras y manos mal lavadas.

- Lo que no quita el agua, lo quita la toalla, dijo una vez el abuelo.

Ya todos aseados se colocaban en semicírculo alrededor de la bolsa hasta que llegaba mi Abuela, la levantaba y se sentaba en la silla, la abría y miraba adentro, todos se paraban de puntillas e intentaban mirar lo más adentro posible, mientras que los más pequeños daban brinquitos para que los más grandes los levantaran, así mi abuela sacaba uno a uno los futuros tesoros con lo que se coronaban nuestros esfuerzos y obediencias.

- ¡Un moño azul!..., para Isabel.

Mi prima sonreía y se emocionada como si de algún caro obsequio se tratara.

- ¡Una cartera negra!..., para Julio.

Mi primo la tomaba y la veía como algo que le daba posición ante los demás, ya no usaría ese viejo pañuelo para cargar su dinero, podría decirle a Rosita, te invito un elote y se imaginaba la cara de la chica al verlo sacar una cartera con su dinero, él no dejaba de ver el pedazo de cuero de rústico curtido frente a sus ojos, sosteniéndola con ambas manos.

- ¡Un cinturón de lona!…, para Javier.

- ¡Un paliacate rojo!..., para Jaime.

- ¡Una Pañoleta azul!..., para Judith.

Y así hasta que la bolsa se vaciaba, esos días eran pocos en realidad, las únicas veces que recibíamos regalos en grupo eran esos días, y en Navidad, fecha en las que recibíamos juguetes de bajo costo pero de gran aprecio.

Transcurríamos el resto de la tarde preparando a los animales para pasar la noche, guardando las herramientas, afilándolas o limpiándolas, se calentaba agua para el baño en grupo de acuerdo a la edad y a sentarse después bajo el alero a escuchar historias y cuentos, la cena era básicamente de algunos huevos con frijoles y tortillas y café que a pesar de no ser descafeinado jamás nos quitó el sueño, al terminar arreglábamos los pabellones y nos acomodábamos para dormir nuevamente a la espera de la mañana siguiente y al trajinar diario, acompañado con las pequeñas recompensas que hacen alegre la vida del campesino.

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