Recuerdo el viento.
Recuerdo el pasto formando ondulaciones los últimos días del invierno.
El movimiento de los árboles que se balancean, gimen y crujen; y el sonido de las hojas revoloteando por todos lados.
Los cabellos largos y dorados de Ana Bertha metiéndose en sus ojos claros y en su boca dulce.
Recuerdo el camino que lleva al río, creado por pequeñas piedras de múltiples colores y conchas de ostiones molidos por infinidad de caminantes.
Y al final del camino, la “punta”. El lugar en donde el río formaba una “u”. Ahí un enorme árbol mantenía tenazmente la tierra entre sus raíces, evitando que el cauce erosionara el tan venerado lugar.
Nadie sabe quiénes lo hicieron, pero un conjunto de piedras formaban un círculo en derredor del enorme tronco, piedras tan grandes que solo pudieron ser llevadas rodando por más de una persona. Solo caminando se podía llegar a ese lugar.
El día era frío, el viento soplaba y el río estaba surcado por pequeñas olas que se coronaban de espuma.
La “punta” estaba sola, eran cerca de las cuatro de la tarde y los habituales visitantes llegaban poco antes de las seis.
Yo recargado en el muro, ella a unos pasos frente a mí, dándome la espalda.
Recuerdo su vestido blanco con falda de tablones y florecillas azules.
Recuerdo su cabello volando con el viento al igual que su falda, sus piernas blancas y su espalda menuda, un chal cubría sus hombros.
Yo la miraba a ella y miraba el río, miraba las ramas y la miraba a ella.
Recuerdo que giró de pronto, una sonrisa hermosa, pura y traviesa, se dibujó en su rostro, sus ojos claros brillaban, de pronto se extinguió el río, dejó de existir el viento, las ramas enmudecieron, sus ojos estaban tan cerca que solo podía ver uno de ellos. Sus labios tocaban los míos y yo solo la tomé de las manos, ella se apartó y me miró sonriendo.
Recuerdo que sonreí y ella cubrió su boca con ambas manos. Pero después reía. Tomó una de mis manos y jaló de mí de nuevo hacia el camino.
- Tengo un peso – Dijo - ¿Cuánto traes tú?
- Un peso igual.
Ella sonrió y comenzó a correr, y yo detrás.
- ¡Compremos unos pemoles!
Corrimos tomados de la mano, su cabello y su falda eran de nuevo del viento, el río había vuelto a fluir y el árbol se quedaba atrás despidiéndose con sus ramas.
En medio de la carrera, ella gritó.
- ¿Qué vas a hacer mañana?
Sin pensarlo mucho respondí.
- Creo que vendré a pescar aquí, a la “punta”.
Ella volteó sin dejar de correr, su sonrisa me iluminó mientras el camino crujía bajo nuestros pies.
No sé qué pensaba ella, pero yo pensaba en la pesca del día siguiente.
Nos queríamos en el momento en que nos encontrábamos, no había necesidad de hacerlo cuando estábamos alejados uno del otro. Nuestro mundo era simple y sin complicaciones
Recuerdo que después de todo solo teníamos ocho años.
J. M. Cabrera
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